martes, 15 de marzo de 2011





Si tuviera que decidir un punto donde realmente empecé a encontrarme a mi misma, fue cuando conocí a Alexander, y la reiteración de este nombre en mi vida, no podría atribuirse unicamente a la casualidad. Con él descubrí mi pasión por las casacas antiguas, los vinilos, las miradas rebeldes y la actitud inconformista. Le recuerdo y le recordaré siempre, aquella mañana, bajo la suave lluvia Americana, que inunda de vida los altísimos árboles de Conneticut, sentado sobre aquellos escalones de piedra, sonriente y reflexivo, lejano, ajeno a los peligros del mundo, etéreo. Un halo intocable se extendía a su alrededor, casi como el de un ser divino, una creatura maravillosa. Sus Jeans rotos, la casaca azul, la bufanda larga y el rosario hindú alrededor del cuello, hasta su ombligo.
Aquel instante, mientras a la lejania nos evaluavamos con cautela, supe que mi vida cambiaría, una ligera sensación de adrenalina que intuye un giro inquieto, brusco, un golpe de timón hacia otros mares.
Siempre me he considerado una romántica que leyó durante su infancia demasiados libros sobre piratas y navíos, y en mí, está infundada la semilla de la libertad, la aventura, el riesgo, la estrategia y la diversión, espero con ansía disfrutar cada segundo de mi vida y trnasformarlo en un valisos Tesoro, o en una alocada lucha por la vida y la armonía.
Y él era un pirata.

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