martes, 15 de marzo de 2011

Grecia, finales del s.XVIII


El sol del mediodía estaba alto en el cielo, la pequeña casa se veía disturbada por el calor.  El olor de una comida en la sartén inundaba los alrededores de la finca. El molinillo del tejado apenas se movía. Delante de la puerta, una niña jugaba con un barco de madera, lo tendía en alto, y lo bajaba, fingiendo las caídas de una gran tormenta.
En el interior de la casa, una mujer prepara la comida en silencio. Un hombre de edad relativamente avanzada se apoya  en el marco de la puerta vieja.
-Ya vienen. Son varios, están en la ladera. No tardarán mucho.
La mujer se gira lentamente, con la angustia pintada en los ojos. Se miran un instante, fugaz, e intenso.  Él le agarra la mano, se la apreta dulcemente.
-Tengo miedo-dice la mujer en un susurro. Una tímida lágrima se asoma por su mejilla.
-Yo también-dice él, la congoja se lleva su voz-yo también.
La niña sigue jugando en el porche de la casa, el barco arriba, el barco abajo.
-¡Alexandra!
Ella mantiene el barco en alto un instante, con sus ojos verdes fijos en el juguete, después se gira.
-Si madre, estoy aquí.
La madre sale y le entrega un cubo vacío. Antes de decir nada, la mira fijamente, con orgullo. La abraza. La niña mantiene un instante la sorpresa, después su gesto se relaja.
-¿Qué pasa, mamá?
-Te has hecho tan mayor. Te quiero mucho, Alexandra, no olvides eso nunca. Serás una gran mujer, estás destinada a hacer cosas grandes.
-Mamá…
De repente la mujer se separa.
-Está bien, lo siento, me puse sentimental. Necesito que vayas a buscar agua al pozo. Corre, la necesito pronto.
La niña se mantiene un momento  en el sitio, la observa con preocupación y sin entender.
-¡Corre!
La niña se dio la vuelta y corrió hacia el desierto de tierra que se extendía árido y malicioso.

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